(*) Ponencia presentada en el Corredor de las Ideas por Ineida Machado, Juana Ojeda y Ernesto Salas M.
Dirigir la mirada política hacia, desde y para el sur exige una toma de conciencia ética y social acerca de la convivencialidad humana, que nos coloque, al mismo tiempo, en la necesidad de reconocer los caminos de las lesiones a las cuales ha venido siendo sometida la vida de los actores que conforman hoy ese “hogar público” identificado como humanidad.
Ya no es suficiente la mirada simplemente existencial entre tales actores; ésta debe ampliarse hasta la compleja interrelacionalidad que la misma implica. Así, el reconocimiento de la otredad, como existencia, no basta para darle el verdadero y autónomo sentido a la vida; es necesario tomar en cuenta lo conductual-responsable de lo humano-vivencial y establecer acuerdos para ser compartidos, valorativamente, en medio de diferencias y pluralismos.
Esta tarea no es fácil, ni se desarrolla por medio del azar. Es una empresa que requiere de la actitud volitiva de quienes, facultados por la racionalidad, estamos capacitados para razonar a favor o en contra de nosotros y de los otros y, por ende, de actuar correcta o incorrectamente frente a todos los acontecimientos del quehacer diario; llámese éste cotidiano, profesional, científico, cultural, artístico, religioso, económico, educativo, político, social u otro.
Tal requerimiento referido a la voluntad actitudinal, a su vez, trasciende a un nivel de compromiso que se asume sólo cuando hay la disposición de dar el paso de lo coexistencial-biológico a lo convivencial-humano (Guédez, 2004:63) y de discernir entre el significado de la simple e inmediata reacción frente a un estímulo cualquiera y el complejo sentido de la decisión frente a una determinada situación. En este planteamiento entra en juego la importancia de la libertad, como principio de vida que nos permite decidir y ser lo que queremos, tomando como hilo conductor la brújula ético-valorativa.
Ello significa comprender y aprehender que todos y cada uno de los actores sociales de ese “hogar público” que hoy identificamos como humanidad, somos vulnerables al desenvolvimiento de las relaciones de poder, esto es: a lo político y también a la interrelacionalidad valorativa, esto es: a lo ético. Y es, precisamente, esta vulnerabilidad consciente y aprehendida, el factor determinante en la dinámica de la convivencia humana, como forma de viabilizar la necesaria conversión de los individuos en personas, de las personas en hombre/mujer – humano/humana, de éstos y éstas en buenos y buenas ciudadanos/ciudadanas y, finalmente, a cada uno de ellos y ellas en sujetos éticos ejecutores de una práctica libre, autónoma y responsablemente comprometida con y para la convivencialidad incluyente, no violenta y respetuosa de las diferencias.
La comprensión acerca de este nuevo actor social-humano, en tanto sujeto ético, que demanda la sociedad actual, una vez reconocida en su vulnerabilidad ético-política como proclive a la mera coexistencia entre sus integrantes, pero con reales facultades para ejercitar la convivencia, nos coloca frente a la redefinición de lo ético en términosde una ética contemporánea más dialógica que normativa e identificada como antropobio-cosmocéntrica (Pautassi, 2004: 33) que a su vez encierre una triple caracterización: epistemológica, psicológica y mundialista y en la cual prevalezca la orientación holístico-convergente minimizadora de la conflictividad propia de la complejidad humana.
Hacemos alusión, entonces, a un sujeto ético que se planteé no sólo su relacionalidad entre seres racionales y razonales, sino también de sí mismo con el cosmos y con la naturaleza de donde proviene y donde hace y comparte su vida. Esta referencia, por supuesto que avanza sobre el teocentrismo y el antropocentrismo para tomar posición en un paradigma actualizado, en el cual el “yo pienso” cartesiano pasa a convertirse en el “nosotros razonamos, argumentamos, elegimos y decidimos” autónomamente, propio del hoy humano que encierra la ética aplicada.
Este componente caracterizador de la ética aplicada a la vida, de la bioética en su sentido más humano, nos identifica con el argumento acerca de la denominada “civilización de la convivencia” (Riccardi A, en Eco y otros, 2005: 52), mediante la cual se acepta como válida la afirmación de Tzvetan Todorov acerca de que hoy “todos somos mestizos”, ya que cada uno de nosotros, aun cuando sea dentro de sí , ya ha vivido el encuentro de diversas culturas. Por ello, la dicotomía entre el reclamo repetitivo de las identidades nacionales y el creciente fenómeno de la inmigración, se convierten en elementos que fortalecen a esta “civilización de la convivencia” y redimensionan el sentido independistista desde, en y para el sur.
Indudablemente que esa nueva forma “civilizatoria” evidencia aun más la vulnerabilidad ético-política a la cual se enfrenta la propuesta de la convivencia humana, entendida no como la singular colocación de las identidades en un mismo plano y de manera difusa, sino de darle entrada a las distintas realidades en el marco de lo cotidiano-familiar, profesional-cultural y económico-social.
Esta entrada convergente de distintas realidades, toma fuerza cuando se vincula a la propuesta, también ético-política, del llamado “asociacionismo real” (Candessus en Eco, Riccardi y otros, 2005:79) que significa hacer referencia a un accionar conjunto, tendiente a minimizar la violencia y maximizar la fraternidad solidaria y respetuosa entre los diferentes géneros, pueblos, economías, sistemas políticos, culturas y religiones.
La modalidad de tal “asociacionismo” nos ubica en el camino de la filosofía práctica y, por consiguiente, de la vida democrática relacionada con el papel de la sociedad civil, el gobierno, el Estado, la ciudadanía social, la vinculación de todos estos entre sí y con los principios de justicia, igualdad, responsabilidad y libertad. Vida democrática en términos de una urgente inclusión que frene las disgregaciones existenciales y las exclusiones subsistenciales, con miras a fomentar la participación activa y la solidaridad responsable y universal que acoja al otro en su alteridad ( Rodríguez en Arpini y otros, 2005: 85) y no que lo asimile o lo nivele. Esto, indiscutiblemente, se identifica no sólo con un concepto de democracia en el cual prevalezca lo consensual-razonado, sobre lo designado-representativo, sino también con una definición de ciudadanía que vaya más allá de la simple idea de tener una patria o un documento de identidad que represente la pertinencia corpórea –existencial en un territorio determinado; es decir, ello exige de un análisis enmarcado en la toma de conciencia necesaria para darle carácter público al edificio de lo valorativo-incluyente.
Mucho más, si tomamos en consideración las dificultades económicas, sociales y políticas que se le han presentados a nuestros países latinoamericanos para construir verdaderas democracias participativas e independentistas; todo ello a la luz del ciclo dedictaduras y guerras revolucionarias que han caracterizado a “Nuestra América” durante mucho tiempo y que, a su vez, le han ocasionado encuentros y desencuentros entre la institucionalidad política y la sociedad civil. Ello explica, según Grzybowsky en PNUD (2004:51), el surgimiento de nuevos actores sociales, nuevas demandas y nuevas mediaciones que vienen caracterizando en América Latina, la ampliación del espacio público y desestatización de la política, conducentes a nuevas formas y propuestas para la participación ciudadana que deje atrás la representacionalidad y el profesionalismo política para ejercer el poder.
Es cuestión, también, de redimensionar a los ciudadanos y las ciudadanas como sujetos vivos, racionales, razonales y conductualmente responsables para reconocerse como seres humanos libres y autónomos, desde su simple plano de coexistencialidad (Guédez, 2004: 63), hasta su complejo campo de acción convivencial.
Esto plantea la introducción del elemento ético; pues, el referente libertario, independentista y autónomo lleva implícito la aceptación de la otredad, como necesidad para construir acuerdos de vida compartidos en el marco de la convergencia y de la complementariedad. Así queda claro, éticamente hablando, que el hombre y/o la mujer; los individuos, en general, no pueden desarrollarse solos, necesitan del otro para acercarse a la plenitud de sus potencialidades personales, sociales, culturales, políticas y religiosas.
El individuo es considerado, por naturaleza, como un ser social; condición ésta que lo lleva a salir de su yo-centro hacia su yo-totalidad, hacía el encuentro con el otro, a trascender en sus actos y encontrar su libertad, para ejercer su facultad racional y su capacidad razonal en función de saberse y sentirse autónomo para la toma de decisiones que exige la dinámica de la contradictoria realidad que hoy se debate entre la esfera de lo público/ colectivo y de lo privado/individual.
Alrededor de este debate, gira un espectro sustitucional que hace aun más contrastante y compleja la construcción de una ciudadanía democrática sostenida, social y éticamente, por los pilares de la inclusión. Así, el Estado ha sido sustituido por el mercado: el ciudadano por el individuo; la sociedad política por la sociedad civil; la ideología, por el sectarismo; el hombre, por la máquina; la salud, por la enfermedad; los valores, por los antivalores; la libertad por la opresión; la comunicación, por la información y la vida, por la muerte (Machado, 1999: 154).
Por otra parte es interesante considerar, en la reflexión filosófica, el empleo de cuestiones referidas al qué debo hacer y qué puedo hacer, enfatizándose la importancia, no sólo de las reglas y normas sino también de los acuerdos que deben guiar los hombres en la vida para orientarse y considerar el verdadero sentido de la relacionalidad entre deberes y derechos. Todo ello alude a la conducta ética del individuo.
Así mismo, en la pregunta relacionada con lo qué puedo comprender y aprehender, se especifica la constante voluntad del ser humano, para explicarse el mundo y decidir una conducta que le permita conocer, hacer, cumplir con el deber y responder satisfactoriamente al poder ser, mediante una actuación coherente entre el pensar, hablar, sentir y actuar.
Es, precisamente, esta coherencia entre la psiquis, el logos, la razón y la actuación, lo que caracteriza a la persona humana, realmente humana, que intenta conducir su acción siempre en equilibrio con el principio de responsabilidad, para adquirir y aprehender la condición de permanente socialización que favorece un modo de vida compartido para construir, con bases sólidas, la lógica de la racionalidad convivencial.
Compartir la vida política, dando razones acerca de las acciones y decisiones, traduce la intencionalidad de vivir en armonía consigo mismo y, al mismo tiempo, en, por y para la sociedad. Esto significa, darle el uso correcto a la racionalidad para establecer reciprocidad entre los derechos y deberes de todos, a fin de que la moralidad, es decir, esa intencionalidad del deber ser, se convierta en la éticidad que, como ejecución a tal intencionalidad pasa a marcar el camino axiológico del poder ser y del ser societal igualitario e incluyente.
Sobre la base de esta intencionalidad, la cultura política contemporánea pretende darle un nuevo sentido democrático a la ciudadanía, que va dejando atrás el viejo concepto de ciudadano, como habitante de la polis, y va abriendo espacios oxigenantes al “hogar público” para el cual, el Estado, debe administrar el poder con una justicia distributiva que no solo estimule, sino que garantice las tan demandadas formas de cohesión social, conducentes a una civilidad plena a través de la cual se asuma el compromiso colectivo con la cosa pública y que redefina lo cualitativo de la democracia, no en términos de concebirla como la ausencia de problemas, sino a partir de su capacidad para enfrentar éstos, sin recurrir a medios no democráticos como son la violencia, la contraviolencia, el temor o el contraterror (Mires, 2001:107).
Se trata de repensar la sociedad, en tanto hogar público y formación ética, para ejecutar los métodos de la aceptación y regulación de las diferencias que son, en definitiva, los mecanismos políticos para establecer, como modo de vida ciudadano, el reconocimiento del otro, del que es distinto a mi, de aquel que por ser y pensar de otra manera no debe ser sometido al castigo de la exclusión en un espacio de equilibrada y justa convivencialidad.
La ciudadanía democrática, cohesionada y cohesionadora de la sociedadincluyente, debe y puede sustentarse en lo multi e interpensamental , multi e intercomunicacional y en lo multi e intercultural. De esta manera toma significado y sentido humano el reconocimiento a la otredad, a ese “otro” dusseliano que hoy le da vigencia a la filosofía de la liberación en América Latina, como necesidad identificadora de los oprimidos. (Gogol, 2004: 79).
Tal reconocimiento a la otredad, busca darle contenido ético-social a la ciudadanía, en tanto forma de vida política en el terreno de la identificación sociocultural. Así, la cosa pública, asumida como tal, por el hombre –humano, responsable y libre, plantea la exigencia de su participación decisoria para dar cuenta de sus actos en el terreno de la no violencia y de la razonabilidad dialógica.
Por ello, si bien nos identificamos, en parte , con los planteamientos de José Aranguren en relación a que “La ética, considerada en sí misma, es primariamente personal” por cuanto “es cada hombre quien, desde dentro de la situación en que se encuentre , ha de proyectar y decidir lo que va a hacer y entre las diversas posibilidades que sea capaz de concebir, para salir de esa situación, es el quien ha de elegir (Aranguren, 1999:19)., no es menos cierto que lo conductual - individual trasciende el plano de lo privado para hacerse público, desde el mismo momento en que, de igual forma, cada hombre requiere de la cohesión social para reconocerse en su facultad para elegir y en su capacidad para decidir una u otra opción de vida.
Es pues, este requerimiento de cohesión social, lo que nos lleva a considerar como impostergable la necesaria toma de conciencia acerca de la decisión racional y razonada que demanda la construcción de una ciudadanía interactuante y equitativa que responda a los principios de justicia y libertad humana garantes del respeto a las diferencias y la no violencia.
Es así, como el respeto a las diferencias debe ser explicado a partir de la comprensión que asumamos del ejercicio autónomo del otro para decidir y elegir lo que considere más conveniente frente a una situación particular. Este nivel de comprensión determina la aceptación y, más que la aceptación, el reconocimiento de la condición de socialización que la ciudad representa para quien, como ciudadano, se inserta en el principio de igualdad de oportunidades que nos corresponde a todos. Es innegable que tal inserción implica una nueva manera de vivir la política sobre la base de la participación directa y no de ya tan viciada forma de la representación, característica de las pseudodemocracias latino-americanas.
El sentido de interés público y/o de bien común reclama una práctica de ciudadanía que no puede ser excluyente, segregacionista y opresora. Por el contrario, exige una dinámica de cultura política que asocie una ética de la responsabilidad a la respetuosa inclusión y que integre las distintas formas de convivencia para la toma de decisiones políticas.
Hablar de inclusión, nos obliga a asumir una postura de pensamiento contrario a la aceptación, casi que justificación, de la desigualdad económica, cultural y política que hoy caracteriza a nuestros países latinoamericanos.
Es bien sabido que, en el ejercicio actual de la gobernabilidad, la misma palabra igualdad ha experimentado un declive y tiende a desaparecer del debate político. Hoy la dicotomía “igualdad/ desigualdad” ha sido sustituida por el binomio inclusión /exclusión (López y Padín, 1997: 91) y como mencionáramos anteriormente se intenta sustituir al ciudadano por el individuo, para así justificar, al mismo tiempo, la sustitución del Estado por el mercado y de lo público por lo privado; todo ello en nombre de las falsas bondades de la globalización que, como proceso colmado de particulares e inéditas contradicciones, justifican la concentración económicas en manos de pocas pero grandes regiones y centros, lo cual aumenta considerablemente un culto a la individualidad informática, financiera, telecomunicativa, cuya dinámica se basa fundamentalmente en necesidades de competitividad, consolidadas por una lógica económica basada en el poder del mercado y silenciadora de las verdaderas demandas sociales de los distintos pueblos y las diversas culturas que conforman el planeta actual.
Este intento neoliberal ha puesto en estado de alerta política a quienes, convencidos de la necesidad ética como hilo conductor de la praxis humana, nos resistimos a tolerar la intolerancia y la descarada injusticia que oprime a los pueblos impidiendo que sus pobladores, ciudadanos del mundo, habitantes del hogar público, puedan convivir en solidaria armonía intersubjetiva, multicultural y liberadora.
Ante esta paradójica y compleja situación de competitivismo exagerado no es casual que, por ejemplo, el grupo de Lisboa (Gabancho en Alene, 2002: 401) plantee la urgencia de poner limites a este exceso a través de cuatro contratos mundiales: el social contra la pobreza; el democrático en pro de la participación ciudadana; el cultural, para favorecer la tolerancia y el dialogo entre culturas y religiones y el natural hacia el desarrollo sustentable.
Es cuestión, entonces, de identificar, desde el sur, el desafió democrático que se presenta para el mundo en general y para América Latina en particular. Desafió democrático y dilemas éticos son las condiciones que están presentes hoy en el inventario de la gobernabilidad excluyente de nuestras sociedades político-culturales.
Clarificar los dilemas éticos permite, a nuestro entender, asumir el desafío democrático para convencer con el arma de lo humano convivencial y de la cultura ciudadana equitativa e incluyente.
En torno a este desafío y lo dilemático que el mismo incluye, Appiah (2007: 109), nos indica la importancia social y ética de defender la autenticidad cultural en cada sociedad frente al “imperialismo cultural”, sin que ello niegue la validez intersubjetiva de la visión cosmopolita contemporánea. Lo significativo es saber ponderar lo propio no negociable y lo compartible para el bien común en el marco de la justicia social.
Una vez lograda la identificación cultural de tal desafío y de dichos dilemas se podrá, entonces, redimensionar la ciudadanía para darle el justo lugar que le corresponde a la ética pública, no sólo como contrapuesta a la “ética privada” sino también como una ética social que atienda a los individuos que hacen vida política en una no mas comunidades; vida política desarrollada en un espacio público que le confiere la posibilidad de convivir con una eticidad consensuada que evite el conflicto.
Se trata de dar acceso político al uso público de la razón ética, para darle eficiencia y eficacia a la gobernabilidad, frente a la presión de una economía “global” que ha credo nuevos modos de vivir y subsistir. Presión a la cual no escapan nuestras sociedades latinoamericanas.
La eficacia y eficiencia de la gobernabilidad no puede seguir medido con el falso democraciómetro de “un hombre, un voto”; se ejerce el gobierno por y para la ciudadanía y los ciudadanos, no para los hombres-voto.
La aceptación popular conformista y de espera al término del período de gobierno, no debe ser confundido por los gobernantes con lo esencial de la legitimidad, como real reconocimiento político de los mismos. La no solución de los problemas y más que ello, la no prevención de los problemas conduce a la generación de conflictos no resueltos, lo cual construye el fenómeno del desgobierno y más de la ingobernabilidad de la sociedad (Arbós y Giner, 1993: 3).
Toda esta reflexión filosófica reafirma la estrecha vinculación que está implícita entre la ética y la política. No es posible lograr una verdadera democratización del poder y de la sociedad si no se toma conciencia de la necesidad de convertir a cada individuo en una persona, a cada persona en un hombre humano, a cada hombre – humano en buen ciudadano y a cada ciudadano en un sujeto ético conductor de una praxis política participativa, autónoma, independiente, libre, responsable en y para la convivencialidad incluyente.
He aquí, entonces, donde toma el verdadero sentido la razón pública de la ética, como mediación necesaria para que la participación ciudadana sea culturalmente no violenta y respetuosa de la diferencias. La gobernabilidad ejercida con ética pública, es una demanda de nuestros pueblos latinoamericanos que hoy padecen el hambre de una cultura ciudadana que ha sido negada por muchos de quienes ostentan y/o ejercen el poder político con una mentalidad excluyente y por lo tanto, esencialmente antidemocrática.
Es por ello que se abren espacios a las paradojas emergentes en las cuales se incluyen el pensamiento biocéntrico, complejo y transdisciplinar. Los reduccionismos parecieran aún coexistir con el pensamiento abierto y de amplio espectro para crear un clima cognitivo muchas veces incierto, frente a una realidad cada día más problematizada. Esta coexistencia plantea la necesidad de repensar, reconceptualizar y redimensionar los distintos campos del saber para oxigenar, desde diversos enfoques y estatutos epistemológicos, el espacio hermenéutico en el cual se hace dinámica la relación: hombre-naturaleza-ciencia-sociedad.
Siendo así, repensar el cambio para Nuestra América desde la construcción democrática de ciudadanía, requiere de la razón ético-política para hacer posible la necesaria convivencialidad humana, en el marco del respeto a las diferencias, desde una perspectiva integral, complementaria y convergente entre todos y para todos.
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